Las Estatuas de Sal
Por A.T.
Una semana antes del emblemático derrumbe en Londres de la estatua de Sir Winston Churchill, un periodista radial argentino sorprendiendo menos por su anacronismo colonizante que por su ignorancia histórica, aseguraba que prefería ser «cuidado» por el fallecido ex primer ministro de Gran Bretaña que por el gobernador bonaerense Axel Kicillof, que goza al menos de la ventaja incuestionable de estar vivo.
Obviamente sus colegas no menos ignaros, debieron guglear de apuro las causas de la furia iconoclasta de los súbditos de su Majestad Imperial contra el héroe de la defensa londinense contra los bombardeos alemanes, para «descubrir» que Sir Winston no solo aspiraba a que «el Imperio Británico y la Commonwealth duraran mil años» para lo cual bloqueó después de la guerra el ingreso a la ONU de los países coloniales que pagaron como todos un oneroso tributo de sangre frente a la barbarie nazi, sino que, además «pronunció palabras -dijo Boris Johnson- que hoy serían inaceptables en defensa del racismo y del apartheid».
Hasta aquí nada nuevo ni diferente del discurso oficial de Buckingham durante trescientos años. Lo que se cuidaron todos de mencionar fue que Churchill, siendo Ministro del Interior dirigió las matanzas de obreros en Liverpool en 1919, o que su táctica de contraofensiva aérea durante la guerra provocó la pérdida de cinco mil aviones piloteados por jóvenes universitarios que no tenían la menor chance contra el control alemán de los cielos y que, ya vencido Hitler en 1945, hizo descargar sobre la ciudad de Hamburgo, bajo control inglés, 40 toneladas de bombas en represalia por igual cantidad que cayeron sobre la capital inglesa en los cinco años anteriores.
Como la nuestra es una columna cultural, prefiero apelar a la erudición histórica de los habituales colaboradores del periódico para que amplíen o desmientan los datos consignados.
Su inclusión aquí es servir de soporte o introducción para rescatar un pasaje casi olvidado de Wimpi, aquel uruguayo aporteñado que, quizás por esa proteica identidad supo tomar una distancia irónica de los sangrientos fundamentalismos de su época, para referirse proféticamente a la vocación suicida de las estatuas.
Citando al modo borgiano textos apócrifos de un autor inverosímil: Arquímedes Barquisimeto, anticipaba en más de treinta años a la ola anti estatuaria desatada en las ex repúblicas soviéticas tras la caída del muro de Berlín, continuada en la primavera árabe donde se mezclaban consignas políticas y religiosas y reeditada hace pocos días en países tan poco revisionistas de su pasado imperial como Gran Bretaña y los Estados Unidos, en ambos casos bajo lemas antirracistas y antiesclavistas.
Sorprende menos la supervivencia de esas efigies ominosas en países que han abolido la esclavitud entre 1770 (en G.B) y 1865 (en EEUU) que la perduración de la fiebre etnofóbica que ahora se potencia por el temor a una pandemia menos letal al cabo que el virus supremacista que propició los crímenes del apartheid y del kukuxklán.
Una elemental didáctica deconstructiva, muy de moda en la Argentina de los 90s, inducía a los jóvenes «a bajar del bronce» indiscriminadamente a los próceres epónimos con el argumento discutible de establecer una mirada crítica sobre la historia, sacralizada por la pedagogía liberal de la escuela sarmientina.
Más allá de los saqueos colaterales sobre los monumentos y placas debidos más bien al vandalismo provocado por la emergencia social, esos desvaríos sólo produjeron el colapso de la memoria histórica y una culposa indiferencia sobre el conflicto que encendió hasta el fratricidio las pasiones de nuestros mayores.
¿Tan ciegos o perversos fueron aquellos hombres y mujeres que no advirtieron una manipulación tan evidente? ¿O es que cada generación afirma su identidad en oposición a la de sus padres y el tiempo va decantando lo coyuntural de lo perdurable?
En tal sentido, sin incurrir en falsos providencialismos, sólo aquellos protagonistas históricos que tuvieron como el dios Jano una mirada simultánea al pasado y al porvenir o espejaban como el mito de Proteo nuestros íntimos afectos y nuestras esperanzas, están destinados a perseverar en la memoria popular que solo olvida lo superfluo.
Los que sólo miran hacia atrás queriendo conservar sus privilegios de casta o las causas perdidas de las generaciones muertas se cristalizan y desintegran con el solo empuje de los vientos de cambio.
Mircea Eliade oponía contra Levi Strauss, que veía en el mito un relato de hechos primordiales, al mito viviente que se encarna en el arquetipo y de cuando en cuando, camina junto a nosotros y nos habla con el lenguaje de la identidad y de la utopía.
Quizás, sólo quizás, esta dialéctica nos advierta sobre el riesgo de una nueva mitificación de los dramas pretéritos que irónicamente, según un conocido chiste alemán, nos condena a repetirlos en clave de farsa.
De tal peligro también nos previene Wimpi:
«Y llegará el día sin embargo, en que se conmemoren los cien años de la muerte del último filósofo, los cincuenta de la muerte del último científico, los diez años del último poeta, el aniversario del último político y los seis meses de la muerte del último millonario»
«Entonces el tipo se dará cuenta que ha estado viviendo de sobras»
Fundamental en cuarentena: Releer a Wimpi
«El gusano Loco» Ed Peña Lillo Bs As 1970.